"Mientras no estén en la cárcel (los congresistas investigados por la parapolítica), voy a seguir pidiendo sus voticos para que apoyen mis iniciativas". Álvaro Uribe, presidente de Colombia.
Aún muchas personas que no han leído a Platón conocen su propuesta de una República aristocrática donde los más sabios, que son a la vez los más virtuosos, han de ser los llamados a gobernar el Estado-ciudad.
Por ser los mejores, su conducta es el modelo al que deben mirar los demás integrantes de la comunidad política para que, imitándolo, también su comportamiento sea irreprochable; es decir, virtuoso dentro de la concepción platónica.
Para quienes tenemos convicciones democráticas, excluyentes de cualquier justificación mítica de estratificación social, el proyecto de "el divino Platón" resulta inaceptable de raíz, pero contiene ingredientes que no pueden desecharse de plano, pues resultan esclarecedores de situaciones tan desconcertantes y anómalas como la que hoy caracteriza la vida de nuestro pobre país. Veamos.
Si quien gobierna ha de ser modelo de virtud, porque la conoce y no puede hacer otra cosa que practicarla (así pensaba Platón), su práctica política ha de ser simultáneamente pedagógica puesto que constituye evidente enseñanza de lo que es éticamente impecable.
Pero la experiencia enseña que aun dentro de un contexto tan diferente al que postula Platón, los ciudadanos tienden a legitimar su propia conducta (a tranquilizar su conciencia) confrontándola con la que se les muestra desde las más altas esferas de la sociedad -las rectoras- es decir, desde la cúpula del poder, mediante consideraciones tan simples como estas: "Si ellos lo hacen, ¿por qué no puedo hacerlo yo?; si para ellos es lícito, ¿por qué no ha de serlo para mí?".
En síntesis: aunque el Presidente no sea el filósofo que Platón soñaba, sabio y virtuoso al tiempo, se convierte, aunque no se lo proponga, en ejemplo que los ciudadanos pueden (¡y hasta deben!) imitar.
Que la ética y el derecho son cosa desdeñable para amplios sectores de la sociedad colombiana, es asunto que ninguna persona razonable puede poner en duda. Pero, ¿no constituye ese desprecio el mensaje pedagógico que desde las altas esferas se envía con admirable eficacia?
No puede resultar insólito, entonces, que los ciudadanos de a pie (es un decir, pues si van en Rolls Royce les viene mejor el raciocinio) discurran de este modo: "si al Presidente lo tienen sin cuidado las normas (éticas o jurídicas ) para alcanzar bienes tan deseables para muchos, como el poder y su perpetuación en él, ¿por qué yo he de observarlas cuando está en juego mi propio beneficio?". Si desde los altos círculos del Gobierno se soborna a la vista de Dios y todo el mundo para satisfacer la obsesión patológica por el poder, "¿por qué no he de hacerlo yo a la sombra para gratificar ambiciones más modestas?". Si ciertas organizaciones criminales han mostrado su eficacia en materia de apoyos electorales prestados a quienes nos gobiernan, "¿por qué no he de acudir yo a sus buenos oficios si quiero 'servir al pueblo' desde un cargo público?". Si el asesinato de ciudadanos inocentes e inermes contribuye al éxito de una política estatal, "¿por qué no puedo yo apelar a ese medio, por ejemplo, para incrementar mi patrimonio?".
Y siguiendo el derrotero señalado, los ejemplos pueden multiplicarse hasta el infinito. Como si el comportamiento ciudadano replicara ejemplarmente lo que le enseñan quienes lo gobiernan.
Cualquier persona, entonces, puede colegir que no sólo los filósofos y los virtuosos tienen cosas qué enseñar.